Prólogo
Jaime Marroquín Arredondo
Este libro, una historia amena y didáctica de las exploraciones hispanas a las costas occidentales de América del Norte, nos remonta a los orígenes de la globalización. Salvo para sus pobladores originarios, las tierras del noroeste americano eran consideradas entonces como terra incognita, si bien se adivinaba su riqueza a la vista del rico tráfico de pieles en sus costas. Los tres recursos principales con los que contaban los primeros imperios transoceánicos para conocer, adueñarse o controlar las tierras indígenas que iban quedando por el mundo, incluido el antiguo Territorio de Oregón, eran las exploraciones científicas, la diplomacia y la guerra. En las páginas que siguen se narran, justamente, los esfuerzos hispanos por explorar, comerciar, intentar establecerse, y disputar con Inglaterra, Rusia y los Estados Unidos el control de la región. Los ganadores fueron, claro está, los Estados Unidos de América. Para sus ciudadanos, las tierras del noroeste se volvieron símbolo de su destino como colonizadores del llamado Salvaje Oeste. La célebre Senda de Oregón permitió a los migrantes anglosajones y sus esclavos partir desde el río Missouri, pasar por los actuales estados de Kansas, Nebraska y Wyoming, y establecerse en el noroeste americano.
La fama de esta migración estadounidense, inaugurada por Lewis y Clark, ha oscurecido por largo tiempo la historia antigua del extenso Territorio de Oregón, incluidos los tres siglos en los que fue la frontera norte del reino colonial de la Nueva España y en los que los imperios de España, Inglaterra y Rusia se disputaban el control de sus costas. El Noroeste americano se convirtió en un territorio de importancia estratégica debido a la riqueza de su comercio de pieles, su conexión marítima con Asia cerca del Ártico y, sobre todo, por su proximidad con la ruta principal de comercio entre el Asia oriental y los reinos hispánicos de América. Debido a las corrientes oceánicas y de viento, la navegación desde Manila a las llamadas Indias Occidentales implicaba arribar a las costas de la Alta California para, desde ahí, navegar al sur rumbo a Acapulco y Lima. La seda china, entre otros productos orientales, era llevada por tierra desde Acapulco a la Ciudad de México, y de allí al puerto de la Veracruz. Las restantes mercancías asiáticas y los nuevos productos americanos, incluida la plata, zarpaban desde ahí con rumbo a La Habana y Sevilla.
El virreinato mexicano proveyó de las personas, los recursos y las prácticas necesarias para llevar a cabo tanto la empresa de exploración y colonización de las Filipinas, como la del establecimiento de la primera ruta de comercio verdaderamente global y transoceánica. Los territorios del noroeste americano pronto se volvieron cruciales para la protección de esta ruta comercial, especialmente después de que la trágica expedición de Bering alcanzase las costas de Alaska, desde Rusia, en el siglo XVIII. Así, tanto los viajes de exploración en las costas del Pacífico norte de América, como el relativamente breve intento por establecer un pueblo colonial en Nutka, cerca de la actual isla de Vancouver, al sur de Canadá, fueron empresas a la vez españolas y mexicanas. La administración de México organizó y proporcionó los recursos necesarios para las expediciones septentrionales, además de que varios criollos novohispanos formaron parte de la oficialía y de los contingentes científicos que iban a bordo. Las tripulaciones de los navíos se compusieron de manera creciente de los llamados mestizos y naturales, estos últimos personas indígenas provenientes tanto de la Nueva España como de las islas de Asia oriental, en particular de las islas Filipinas, entonces bajo el control administrativo del virreinato de la Nueva España.
De este modo, la numerosa presencia mexicana en Oregón tiene una historia prácticamente ininterrumpida desde mediados del siglo XVI, pues el fin de la Nueva España a inicios del siglo XIX no interrumpió la migración desde el sur. Al contrario, muchos vaqueros de California trabajaron en Oregón desde los primeros años de ese siglo. Su presencia era bienvenida en los ranchos y pastizales del sur, como atestigua la permanencia de la palabra buckaroo en diversas partes del estado. La profunda raíz indígena de México permite aventurar también que las constantes migraciones al septentrión occidental desde los pueblos mexicanos han sido, desde una perspectiva histórica de larga duración, un retorno. Baste recordar que la más grande de las familias lingüísticas de los pueblos originarios de Oregón proviene de la rama uto-azteca, que se extendió desde el noroeste del continente hasta la América Central.
Ojalá que los educadores, historiadores y lectores interesados en la historia de Oregón y en las expediciones coloniales de reconocimiento y estudio de un mundo por primera vez global, hagan suya esta historia.