7 Expedición de Juan José Pérez Hernández

En 1773, tras las informaciones proporcionadas por el Conde de Lacy en las que se alertaba sobre la posible intención de los rusos de continuar su avance desde Alaska hacia el sur, una vez informado el virrey de Nuevo México, Antonio María de Bucareli y Ursúa, se dispuso que el piloto Juan José Pérez Hernández explorara la costa del Pacífico hasta los 60 grados de latitud norte y reafirmara los derechos españoles sobre todas las tierras ribereñas en nombre del rey Carlos III. Trataba el virrey de continuar los descubrimientos en las costas de California, y también, por supuesto, de reconocer y tomar posesión en nombre del Rey de todas aquellas tierras que fuesen descubiertas y no estuviesen ocupadas por otras naciones, pero también quería Bucareli desalojar los posibles establecimientos que se encontrasen de otras potencias en aquellos territorios, requiriéndolo primero de manera diplomática y, si era necesario, por la fuerza. Salió con estos propósitos la expedición del piloto graduado de alférez de fragata, Juan José Pérez Hernández, a bordo de la fragata Santiago, alias Nueva Galicia, quien llevaba como primer piloto a Esteban José Martínez Fernández.

De San Blas partió Pérez Hernández el 24 de enero de 1774, para fondear después en el puerto de San Diego y posteriormente en el de Monterrey, donde el buque se preparó para salir a navegar el 6 de junio hacia latitudes más altas. En este último puerto se embarcaron el capellán fray Juan Crespi y el misionero fray Tomás de la Peña y Saravia, autores de sendos y minuciosos Diarios en los que recogieron todo lo sucedido durante su viaje y que contienen las primeras observaciones etnográficas realizadas por exploradores europeos sobre los haida.[1] Pero, además de por los Diarios que ambos escribieron, junto con los de los oficiales de la expedición, en los que todos ellos recogieron pormenorizadas descripciones de la cultura material de los nativos con los que establecieron contactos,  en esta ocasión, como sucederá con las expediciones posteriores, también podemos conocer de manera aún más precisa datos sobre el viaje y los encuentros que los expedicionarios tuvieron con los nativos a través del estudio de algunas piezas concretas que se intercambiaron (fundamentalmente vestimentas y objetos diversos), y que se conservan en las colecciones del Museo de América en Madrid.[2] Este tema ha sido minuciosamente estudiado por la arqueóloga y antropóloga Enma Sánchez Montañés que, en su artículo titulado Las expediciones españolas del siglo XVIII al Pacífico Norte y las colecciones del Museo de América de Madrid,[3] explica cómo la expedición de Pérez Hernández estableció contacto por primera vez con nativos haida y nuu-chah-nulth.

FIGURA 3. Carta de fray Junípero Serra remitiendo el diario de fray Tomás de la Peña de la expedición de Juan Pérez a California y dando noticias de las misiones, 1774. Primera vez que los expedicionarios hispanos se acercan a la costa del futuro Territorio de Oregón y la divisan plenamente en 48 grados.[4]

OBSERVACIONES DE LA TRIPULACIÓN ACERCA DE LOS HAIDA

En el Diario de navegación escrito por fray Tomás de la Peña y Saravia encontramos las primeras descripciones de la costa y de sus habitantes, tanto del denominado posteriormente Territorio de Oregón como del actual Estado de Oregón. Cuenta el religioso que salió de Monterrey a bordo de la fragata de Su Majestad nombrada Santiago, alias la Nueva Galicia, mandada por Juan Pérez el 6 de junio de 1774, y que los acompañaba en la navegación el paquebote San Antonio, alias el Príncipe. Tras pasar la punta de Año Nuevo, la del Pino, la de los Cipreses y la ensenada de Carmelo, los expedicionarios divisaron la sierra de Santa Lucía y continuaron navegando. El día 5 de julio ya avisaron los pilotos que estaban en altura de 43 grados y 35 minutos de latitud. Continuaron navegando hasta alcanzar el día 22 de julio los 55 grados, sin poder bajar a tierra por los malos tiempos y los vientos contrarios, y fue al norte de la punta que llamaron de Santa Margarita (actual punta Saint Margaret, en uno de los extremos de la actual entrada de Dixon, entre el Estado de Alaska y la Columbia Británica de Canadá), en 55 grados y 49 minutos, cuando vieron por primera vez canoas de nativos. Recogió entonces fray Tomás en su Diario que:

“en dichas canoas vinieron como doscientas almas, en unas se contaron veintiuna personas, en otras diecinueve, en las demás había a cinco, a siete, a doce y a quince almas. Vino una canoa con doce o trece mujeres sin hombre alguno, en las otras había también algunas mujeres, pero el mayor número era de hombres. Al tiempo de llegarse a nuestro barco la canoa de mujeres sucedió que ésta, topando con su proa en la de otra canoa de hombres, se la quebró, de lo que se enfadaron mucho los hombres, y uno de ellos cogiendo en sus manos la proa de la canoa de las mujeres se la hizo pedazos, para vengarse del descuido de ellas. Toda la tarde se estuvieron las canoas, que eran veintiuna entre todas, alrededor de nuestro barco comerciando con los de abordo, para lo qual traían grande prevención de petates, pieles de diversas especies de animales y peces, sombreros de juncos, gorras de pieles y plumajes con varias tipuras, y sobre todo muchas colchas o texidos de lana muy bordados como de vara y media en quadro con sus flecos de la misma lana alrededor y varias labores de distintos colores. De todo compraron los nuestros por ropa, cuchillos y abalorios varias piezas. Se conoció que tienen mucha afición al comercio, y que lo que más apetecían era cosas de fierro, pero querían piezas grandes, y de corte, como espadas, machetes, pues mostrándoles belduques daban a entender que eran chicos, y ofreciéndoles aros de barril, que no tenían cortes. Subieron a bordo dos gentiles y les quadró mucho nuestro barco y las cosas de él. Las mujeres tienen taladrado el labio inferior, y en él pendiente una rodeta plana, que no pudimos saber qué cosa era ni de qué materia. Su vestido es una esclavina con fleco alrededor y una ropa telar de sus texidos de lana o de pieles, que las cubre todo el cuerpo. Tienen pelo largo y hecho trenza a las espaldas, son blancas y rubias, como cualquier española, pero las afea la rodeta que tienen en el labio y les cuelga hasta la barba. Los hombres andan también cubiertos ya de pieles ya de tejidos de lana, y muchos con esclavina, como las mujeres, pero no reparan en quedarse desnudos quando ven ocasión de vender su vestido. A las seis se fueron despidiendo las canoas para su tierra y demostraron que deseaban el que fuésemos a ella. Algunos marineros saltaron a las canoas y los gentiles los embijaron con mucha algazara y contento. Dieron a entender estos gentiles que no pasásemos para el Norte porque era mala gente que flechaban y mataban (cuento común entre gentiles el decir que todos son malos menos ellos)”.[5]

También hizo fray Juan Crespí una descripción en su Diario de los nativos que conocieron en altura de 55 grados, cerca de la punta de Santa Margarita. Recogió el religioso que “estos gentiles son bien corpulentos y cejudos, de buen semblante y de color blanco y bermejo, con pelo largo y cubiertos con cueros de nutria y de lobos marinos, según nos parecía, y todos o los más con sus sombreros de junco bien tejido, con la copa puntiaguda”,[6] y señaló que algunas mujeres iban solas remando en las canoas, gobernándolas como los más diestros hombres,

“venían las canoas hacia bordo sin el menor recelo cantando y tocando unos instrumentos de palo como a tambor o pandero, y algunos con ademanes de bailar, arrimáronse a la fragata cercándola por todos lados y luego se abrió entre ellos y los nuestros una feria, que luego conocimos venían a tratar y feriar sus trastos con otros de los nuestros, éstos les dieron algunos belduques, trapos y abalorios, y ellos correspondieron dando cueros de nutria y de otros animales no conocidos, bien curtidos y agamuzados, colchas de nutria también cosidas unas piezas con otras, que ni el mejor sastre lo haría mejor, otras colchas o fresadas de lana fina o de pelo de animales que parece lana fina tejida y laboreada de hilo del mismo pelo, de varios colores, principalmente de blanco, negro y amarillo, un tejido tan tupido que parece ser hecho en telares. Y todas las colchas tienen alrededor sus flecos del mismo hilo torcido”.[7]

Narró el religioso en su Diario que obtuvieron de los nativos algunas maderas chicas bien labradas, como de esculturas o tallas, de figuras de hombres, animales y pájaros, y algunas cucharas también de madera con labores por la parte de fuera y lisas por dentro, y una de ellas de cuerno de algún animal, así como cajas de pino que en vez de ir con clavazón estaban cosidas con hilo en las cuatro esquinas, por dentro algo toscas pero por fuera bien labradas y lisas, y en la parte delantera con labores a modo de tallas con varias figuras y ramos y embutidas conchas y caracolillos de la mar en bonitos encajes, y algunas pintadas de varios colores, principalmente amarillo, que servían tanto para almacenar sus trastos como para sentarse en ellas para remar. También le llamó mucho la atención a este religioso el que las mujeres llevasen agujereado el labio de abajo con un rodete pintado de colores, que según él las afeaba mucho y que  “con facilidad y con solo el movimiento del labio se levanta dicha tablilla y les tapa la boca y parte de la nariz”.[8] Parece ser que dos de los nativos subieron al navío, donde los hombres de Pérez Hernández les mostraron la cámara y la imagen de la Virgen, y como parecían admirarla se la regalaron, y a su vez dos hombres de la expedición saltaron a las canoas de los indios y bailaron con ellos. Tras este amistoso encuentro intentaron los expedicionarios acercarse con el navío a tierra, pero las corrientes se lo impidieron y tuvieron que seguir la navegación. Finalmente anotó el religioso en su Diario que las mujeres iban muy bien peinadas, con el pelo largo hecho trenza, que usaban anillos de hierro y cobre en los dedos y que, según el capitán que había estado mucho tiempo en Asia, se asemejaban mucho a los sangleyes de Filipinas.

El oficial a cargo de esta expedición, Juan Pérez Hernández, también escribió un Diario de navegación desde la fragata Santiago, y en él recogió al principio del mismo y a modo de resumen que en altura de 55 grados:

“encontré mucha multitud de indios que me salieron al encuentro con sus canoas, gente por cierto hermosa así los hombres como las mujeres, siendo su color blanco, pelo rubio, ojos azules y pardos, muy dóciles según se manifestaron los que llegaron al costado, que en veintiuna canoas había hasta el número de doscientos y más indios, sin contar dos canoas llenas de mujeres y algunos niños pequeños, trataron con la tripulación comerciando varias cositas”.[9]

Más adelante, en el dicho Diario de navegación, registró Pérez Hernández una descripción mucho más detallada de este encuentro cerca de Santa Margarita con los nativos, e indicó que:

“los hombres eran de buena estatura de cuerpo, bien fornidos, el semblante risueño, hermosos ojos y buena cara, el pelo amarrado y compuesto a modo de peluca con su rabo, algunos lo traían amarrado por detrás, los que tienen barbas y bigote a modo de los Chinos gentiles (…), todo su comercio se reduce a dar pieles de animales como son lobos marinos, nutrias y osos, y también tienen una especie de lana blanca que no sé qué especie de animal la produce, de él sacan lana y texen fresadas bonitas, de las quales yo recogí quatro, no son grandes pero bien texidas y labradas”.[10]

Añadía Pérez Hernández a estas observaciones que:

“era toda gente corpulenta y bien parecida así de color blanco como en sus facciones, ojos azules los más de ellos, el pelo lo atan a la española, y algunos usan dragona como soldados, también gastan bigotes los que tienen barbas. El referido rey o capitán trae su música de pandero y sonaja, y antes de llegar bailaron y cantaron, y luego empezaron a comerciar con sus cueros de nutrias, lobos y de osos, que la tripulación recogió bastantes a cambio de trapos viejos, también recogieron algunas fresadas bonitamente tramadas y fabricadas, según me parece en telar. Yo recogí algunas también. Noté entre ellos algunas cosas de hierro, así en las canoas como instrumentos de cortar como fue media bayoneta y un pedazo de espada, no les quadran los belduques y por señas pedían espadas largas o machetes, pero al fin recogieron algunos cuchillos que la gente de mar les dieron a cambio de cueros, traían algunas caxitas de madera para guardar sus cosas. Yo les hice mil preguntas y no me entendían ni por señas. Varios de nuestra tripulación saltaron en sus canoas y de ellos vinieron dos a bordo (…) entre las veintiuna canoas venían dos llenas de mujeres con algunas criaturas de pecho y mayores, todas eran de buen parecer blancas y rubias, muchas de ellas usan sus manillas de hierro y cobre, y algunos cintillos de lo mismo, visten su ropa de cueros ajustados al cuerpo. El labio inferior por el medio lo tienen taladrado y en él se ponen un labio de concha pintado que les da en las narices quando hablan, pero tienen movimiento regular, y esto lo usan las casadas según parece, porque algunas mozas no lo traían. Son de buen cuerpo así ellas como ellos”.

FIGURA 4. Juan Pérez remite Diario de navegación de la fragata Santiago, 1774. Primera referencia a que los nativos llevaban adornos de hueso en las orejas; en la Rada de San Lorenzo, en 49 grados y 5 minutos.[11]

Por último, también el segundo piloto de la expedición, Esteban José Martínez, escribió sobre lo sucedido durante los días 20 y 21 de julio, cuando se encontraron con los nativos cerca de la punta de Santa Margarita, destacando que:

“lo que me causó novedad fue verles media bayoneta y a otro un pedazo de espada hecha cuchillo. A este instrumento no se inclinaban mucho y sí pedían por señas espadas, y cuchillos grandes (…) y está esta tierra sobre 55 grados y 30 minutos, y es el mismo paraje donde perdió el teniente del capitán Bering, Monsieur Tchirikov, su lancha y gente por el mismo mes de julio de 1741, y creo que el fierro que poseen estos indios sea de los tristes despojos de la pobre gente que en dicha lancha se embarcaron”.[12]

LOS HAIDA

Recoge Sánchez Montañés en su citado artículo[13] que algunos de los objetos que entonces obtuvieron los hombres de Pérez Hernández fueron los primeros obtenidos por los españoles en el Pacífico Norte, en este caso en el área cultural de la costa noroeste y concretamente en territorio haida, siendo además probable que estos haida procedieran de Dadens, el único poblado importante de la isla de Langara, y que los objetos que más llamaron la atención de los expedicionarios fueron las mantas y los sombreros. También recoge la antropóloga y arqueóloga que entre las piezas que se encuentran en el interesantísimo Museo de América de Madrid procedentes de esta expedición destaca un pequeño patito tallado en marfil sobre un diente de cachalote,[14] una pequeña e importantísima obra de arte que ya ha sido sobradamente reconocida y estudiada por especialistas. Así, Steven C. Brown, en su obra sobre la Evolución en el arte de la Costa Noroeste desde el siglo XVIII hasta el siglo XX,[15] defiende que el patito es la pieza más antigua documentada en cualquier colección del mundo, y acertadamente señala que en la fecha de su recogida la pieza podría tener ya una edad considerable. Se atribuye claramente a la cultura haida y, según Sánchez Montañés, tanto esta como las demás piezas procedentes de Norteamérica, sobre todo de las costas de Alaska y la Columbia Británica recogidas a finales del siglo XVIII son testimonios de unos pueblos que todavía no habían empezado a experimentar los procesos de cambio acelerado que traerían la posterior conquista y colonización. El dicho amuleto de marfil, que representa a un ave, es la única pieza de la colección de la que se conocen las circunstancias exactas de su recogida, acaecida en 1774, “un petatito o bolsa de Vejuquillo muy fino y primorosamente labrado; y en ella una especie de Paxaro de hueso con el pico superior quebrado, rescatado de una India que lo traía al cuello con una porción de dientecitos al parecer de cayman chico”.[16]

FIGURA 5. Amuleto haida que representa un pato, recogido por la expedición de Juan Pérez Hernández en 1774. Es la pieza más antigua de la Costa Noroeste de la que existe documentación precisa sobre su recogida.[17]

Los haida eran, y son, una nación indígena que tradicionalmente se ha incluido en el grupo de las lenguas na-dené por sus similitudes con el athabascan-eyak-tlingit, aunque en la actualidad numerosos lingüistas consideran que su dialecto es único y no está emparentado con ninguno de los de su entorno, por lo que no formaría parte del dicho grupo lingüístico y supondría una lengua aislada, no relacionada con otras. Se referían a sí mismos como  xa´ida, que significa el pueblo o la gente, y se dividían en dos grupos, los kaigani (habitantes de las isla Príncipe de Gales, en Alaska) y los haida (habitantes de las bahías costeras y de las entradas de las islas Reina Carlota, Haida Gwaii que significa islas de las personas, en la Columbia Británica, Canadá), que a su vez se dividen en los grupos skidegate y masset, y estos últimos en howkan, klinkwan y kasaan. Los haida habían desarrollado canoas para pescar que podían llegar a medir hasta 18 metros y tenían capacidad para 50 tripulantes, y con las que también llevaban a cabo sus actividades comerciales. Dichas canoas estaban talladas en madera de cedro rojo, el mismo material con el que esculpían sus elaborados tótems, además de cajas de cedro, máscaras y otros objetos utilitarios y decorativos (aspectos culturales que compartían con sus vecinos tsimshian y tlingit). Tradicionalmente, cada aldea haida era una unidad política independiente y, en gran medida, cada familia en una aldea era también una entidad autónoma. Todos los haida pertenecían, y pertenecen aún, a uno de los dos grupos sociales: el águila o el cuervo, a veces referidos como clanes, y entre ellos se casaban con miembros del clan opuesto. La pertenencia al clan era matrilineal, y cada grupo contenía más de 20 linajes. Se proclamaba públicamente la pertenencia al clan a través de una elaborada exhibición de escudos familiares, tallados en tótems que erigían frente a las casas y labrados o pintados también en las canoas. Uno de los ritos más importante de los haida era el Potlatch (de la palabra chinook Patshatl), que designa a todo un conjunto de fiestas que tanto los haida como otros pueblos nativos de la costa noroeste (eyak, tlingit y tsimshian) celebraban en ocasiones señaladas, como la imposición del nombre a los niños, la transmisión de privilegios, la construcción de una casa, el matrimonio y la conmemoración de la muerte. El aspecto central de la fiesta, que, tal y como indica Sánchez Montañés,[18] era la celebración y participación activa en la entrega y recepción de regalos, estaba reservado a la nobleza, aunque la asistencia a la ceremonia estaba generalizada. Ningún acontecimiento significativo en la vida de un jefe podía prescindir del refrendo social que significaba el potlatch, en el cual además se presentaban públicamente los cantos y danzas propiedad exclusiva de dicho jefe. Así, se trataba de ceremonias que funcionaban para redistribuir la riqueza, conferir estatus y rango a individuos, grupos de parientes y clanes, y resolver reclamaciones sobre los nombres, poderes y derechos referentes a los territorios de caza y pesca. Las denominaciones de los linajes generalmente se derivaban del lugar de origen del grupo. Los linajes eran grupos propietarios y sus propiedades, administradas por los jefes, incluían derechos a ciertos arroyos para la pesca, sitios de captura, lugares donde existían plantas comestibles y cedros, colonias de aves, tramos de costa y espacios donde poder establecer las casas en las aldeas de invierno.

CONTINÚA LA EXPEDICIÓN DE PÉREZ HERNÁNDEZ

Tras este primer contacto con los nativos, la expedición de Pérez Hernández intentó tomar al día siguiente la punta al este de Santa Margarita y buscar algún fondeadero, pero las corrientes se lo impidieron; a mediodía observaron el sol y estaban en 55 grados, entonces tuvieron tiempos contrarios, neblina espesa y marejada, por lo que finalmente perdieron de vista la punta. Advertía el religioso Tomás de la Peña en su Diario que toda la tierra de Santa Margarita, y la demás al este, estaba tan poblada de arboleda que todo lo que se veía era bosque muy tupido, de lo que les pareció ser cipreses, y que en las canoas de los gentiles vieron palos de pino, de ciprés, de fresno y de hayas. Los vientos contrarios les obligaron a variar el rumbo de la navegación, y el capitán decidió llamar a la isla que vieron sobre la punta de Santa Margarita isla de Santa Cristina y a la otra tierra alta demarcada al noroeste, como a diez leguas de dicha punta, cabo de Santa María Magdalena. El día siguiente navegaron al este y al este sudeste, estaban en 53 grados y 48 minutos de latitud y por la noche “se vieron en el cielo a la parte del N. y el N.E. unos resplandores muy luminosos”,[19] seguramente la primera aurora boreal que pudieron observar. Continuaron navegando hasta ver de nuevo la Sierra Nevada, y anotó entonces el religioso en su Diario que:

“al pie de ésta se ve una tierra alta que hace cuchilla en la cumbre tendida del E. al O., y a la parte del O. hace la tierra un mogote redondo como un horno, y parece ser islote, aunque no se pudo reconocer si lo es, como tampoco si la dicha tierra alta es continente con la falda de la Sierra Nevada o isla apartada de ella”.[20]

Esa misma tarde murió un grumete mexicano que formaba parte de la expedición llamado Salvador Antonio, natural (es decir “indio” en el lenguaje de la época) y casado en el pueblo cora de Huaynamota. Al día siguiente consiguieron virar para tierra con la proa al este, el religioso dijo misa y dio entierro (en el mar) al grumete fallecido. Arreció el viento y la lluvia durante un día entero y, cuando el tiempo mejoró, se encontraron en altura de 52 grados y 59 minutos. Desde los 54 hasta los 52 grados observaron que era toda tierra muy alta, a la que el capitán Pérez Hernández llamó la sierra de San Cristóbal. Hasta los 51 grados, que aclaró y pudieron observar el sol, continuaron sufriendo lluvias y malos tiempos, después hubo una tregua y el día 3 de agosto a mediodía estaban en 49 grados y 24 minutos. Entonces, por mandato del capitán, se gobernó al este para recalar a tierra y reconocer la costa; al día siguiente aún no habían conseguido verla, pero según los pilotos ya estaba muy cerca, a las doce observaron por fin el sol y estaban en 48 grados 52 minutos, el día 5 se encontraba la expedición en 48 grados y al día siguiente vieron un cerro nevado, al parecer muy elevado, en 48 grados.

Fueron estos tres días los mejores de toda la navegación, ya que en ellos hubo claros y sol. También el día 6 amaneció despejado y por fin lograron divisar tierra, pero no fue hasta el día 8, hallándose en 49 grados y 5 minutos de latitud, cuando a dos leguas de tierra pudieron fondear. Ese mismo día se acercaron a ellos los nativos, eran:

“tres canoas de gentiles, en una venían cuatro hombres, en otra tres y en la otra dos, éstas se estuvieron algo apartadas de nuestro barco, dando gritos con ademanes de que nos fuéramos de allí, pero a largo rato, habiéndoles hecho señas de que se arrimasen sin miedo se acercaron y les dimos a entender que íbamos en busca de agua, pero ellos no debían estar muy satisfechos de nuestras señas y así se volvieron a sus tierras. Al retirarse éstas encontraron otras dos canoas que venían para nuestro barco, pero habiendo comunicado con los que iban de retirada se volvieron a tierra juntamente con ellos”.[21]

Un poco más tarde se acercaron algunos de los expedicionarios en un bote a tierra, para poder al día siguiente saltar a tierra y tomar posesión de ella en nombre del Rey, y sobre las ocho de esa misma tarde se les volvieron a acercar otras tres canoas de nativos. No eran estas como las que habían visto en Santa Margarita, ya que:

“las más grandes tendrán como ocho varas en largo, tienen la proa larga en canal y son más chatas de popa, los remos son muy hermosos y pintados, que forman una paleta con una punta como de quarta al extremo. Dichas canoas parecen ser de una pieza, aunque no todas, pues vimos algunas cosidas, pero todas están muy bien trabajadas”.[22]

Pero no fue hasta el día siguiente cuando por fin pudieron tener contacto con los nativos. Ocurrió al amanecer, antes de echar las lanchas al agua para alcanzar la tierra,

“llegaron quince canoas en que venían como cien hombres, y algunas mujeres. Dándoles a entender que se arrimasen sin miedo, se acercaron luego y comenzaron a comerciar con los nuestros quanto traían en sus canoas, que se reducía a cueros de nutria y otros animales, sombreros de junco pintados con una pera en lo alto de ellos y tejidos de una especie de cáñamo con sus flecos de lo mismo, con que se cubren, y los más tienen una esclavina de este tejido. Los nuestros les compraron varias piezas por trapos viejos, conchas de lapas que habían traído de Monterrey y algunos cuchillos, a éstos y a las conchas manifestaron más afición. No vimos entre estos gentiles tejidos de lana, como en Santa Margarita, ni andan tan cubiertos como aquellos. Las mujeres no tienen rodete en el labio. También a estos se les vieron algunos fierros y cobre”.[23]

En el Diario redactado por Crespí se recogen también noticias del encuentro con los indios en altura de 49 grados y 5 minutos. Cuenta el religioso que fondearon como a una legua de la costa y al poco vieron llegar canoas que al rato volvieron a tierra,

“y se paró del todo el viento y quedamos en calma, reservando para el día siguiente el saltar en tierra y plantar en ella el estandarte de la Santa Cruz y tomar posesión de dicha tierra en nombre de Nuestro Católico Monarca que Dios guarde. Divisamos bien la tierra que es una Rada, que se nombró por el señor capitán la Rada de San Lorenzo, que tiene figura de una C, tierra baja muy poblada de arboleda, que no pudimos distinguir qué arboleda sería. Este surgidero está muy poco resguardado de los vientos, hace dos puntas, la una al Sueste, que se llamó la punta de San Esteban, a contemplación del segundo piloto, y desde esta punta empieza la tierra baja muy poblada de arboleda, y corre de la misma manera de quatro o cinco leguas hasta el Norueste que ya es tierra alta en donde tiene la otra punta, que se llamó de Santa Clara, a cuya Santa estamos haciendo su novena, para prevenirnos para su día. Como a una legua de la tierra baja de dicha Rada de San Lorenzo vimos una sierra alta igualmente poblada de arboleda que la sierra baja y tras de dicha sierra divisamos hacia el Norte otra sierra más alta, con diferentes picachos cubiertos de nieve”.[24]

Estando dado fondo en esta Rada, como a las ocho de la noche, vieron los expedicionarios a los primeros nativos en canoas, pero en seguida estos se alejaron para regresar poco después con otros. Anotó Crespí en su Diario que:

“estas canoas no son tan grandes como las que vimos en la punta de Santa Margarita, pues la mayor de estas no pasaría de ocho varas, ni son de la misma figura, pues tienen la proa larga en canal, y son más chatas de la popa. Los remos de estas son más curiosos que los de aquellas, pues están bien labrados y pintados de varios colores, y forman una paleta que en ella remata una punta de cerca de una quarta de largo. Las más de estas canoas son de una pieza, aunque también vimos algunas de piezas bien cosidas”.[25]

Al día siguiente echaron los expedicionarios la lancha al agua para ir a tierra y estando en esa maniobra vieron salir de allí quince canoas con unos cien hombres y algunas mujeres, aunque no muchas, entonces:

“se les dio a entender se arrimasen sin miedo, y se acercaron, y comenzaron a comerciar con los nuestros quanto traían en sus canoas, que todo ello se reducía a pieles de nutria y de otros animales no conocidos, a unos sombreros de junco pintados, como los de la punta de Santa Margarita, salvo que en estos vimos que la copa piramidal remata con una bola a modo de perilla, y algunos texidos de un hilo muy semejante al cáñamo, con sus flecos del mismo hilo. Los nuestros les compraron algunas pieles y algunos de los dichos texidos y sombreros a trueque de ropa, de belduques y de conchas de lapas, que habían los marineros recogido en las playas de Monterrey y del Carmelo, y conocimos en estos indios grande afición a dichas conchas y a los belduques. No se vieron en estos indios texidos de lana o pelo como en Santa Margarita. Se les vieron algunos pedazos de fierro y de cobre, y algunos pedazos de cuchillos. Observamos que estos indios son tan bien formados como los de isla Santa Margarita, pero no tan bien tapados o vestidos como aquellos. Se cubren estos con dichas pieles de nutria y otros animales, y de dichos texidos de hilo, y traen su esclavina, que es de hilo de corteza de árbol. Usan pelo largo. Las mujeres que vimos no traen en el labio la rodeta que las de Santa Margarita, por lo que no son tan mal parecidas como aquellas”.[26]

En cuanto a este encuentro con los nativos en altura de 49 grados, en la Rada de San Lorenzo, también recogió Pérez Hernández en su Diario que en un principio:

“en este paraje nos salieron muchas canoas de indios que toda la noche nos hicieron guardia por la popa y proa y al siguiente día se arrimaron y nos dieron sardinas y la gente recogió algunos cueros de nutrias y lobos a cambio de conchas de Monterrey. Son muy dóciles y no de tanta viveza como los antecedentes, pero sí tan blancos y hermosos como los otros, son también más pobres y según manifiestan de menor ingenio”.[27]

Y más tarde anotó que:

“los indios vinieron por fin al habla y entablaron su comercio de pieles a cambio de conchas que la gente nuestra traía desde Monterrey, recogieron varios cueros de nutria y mucha sardina. No visten como los de Santa Margarita, sino con los cueros arrimados al cuerpo. Hay en sus tierras cobre, pues se les vieron varias sartas como de abalorios que eran de colmillos de animales, y en sus extremos tenían unas hojas de cobre batido, que se conocía haber sido granos sacados de la tierra, y después majado, infiriendo de esto haber algunas minas de este metal. Son estos indios muy dóciles, pues daban sus pieles antes que se las paguen. Son robustos, blancos como el mejor español. Las mujeres dos que vi son lo mismo, usan así ellas como otros algunos indios de zarcillos hechos de hueso y cargado en las orejas, y se ha experimentado y conocido no haber visto de gente de razón antes”.[28]

LOS NUU-CHACH-NULTH

En el artículo de Sánchez Montañés[29] podemos leer que para llegar hasta aquí los expedicionarios habían ido descendiendo por la costa exterior de las islas de la Reina Carlota hacia el sur, hasta llegar a la península Hesquiat, donde la fragata Santiago se aproximó tanto, en la entrada meridional del estrecho de Nutka, que se les acercaron varias canoas a comerciar. El lugar donde la fragata echó el ancla fue junto a una desprotegida playa, dos leguas al norte de la punta de San Esteban y cuatro leguas al sureste la punta de Santa Clara. Se encontraban entonces los hombres de Pérez Hernández en territorio de los que actualmente conocemos como nuu-chah-nulth, durante mucho tiempo denominados nutka o nootka, pero más concretamente en territorio mowachaht, siendo Tsitus el poblado más cercano.

Los nuu-chach-nulth, término que proviene de nuučaan̓uł, que significa a lo largo de las montañas y el mar, habitaron tradicionalmente la región costera entre la Isla Vancouver y la isla de Nutka, abarcando el estrecho de Nutka. Desde un punto de vista lingüístico y etnográfico forman parte de los pueblos wakash, siendo una de sus dos divisiones principales (la otra es Kwak’wala). Hay al menos tres dialectos reconocibles del idioma nuučaan̓uɫ: nuu-chah-nulth del norte (hablado en la costa oeste de la isla de Vancouver, desde la península de Brooks hasta Kyuquot Sound), nuu-chah-nulth central (hablado desde el estrecho de Kyuquot hasta el estrecho de Clayoquot en la costa oeste de la isla de Vancouver) y barkley (hablado en las áreas de dentro y alrededor del estrecho de Barkley, en la costa oeste de la isla de Vancouver). Algunos lingüistas reconocen al makah y nitinat como otros dialectos de nuu-chah-nulth, pero no hay consenso entre los especialistas de wakashan sobre su adecuada categorización lingüística. Aunque los nuu-chah-nulth compartían tradiciones, idiomas y aspectos de la cultura wakash, estos estaban divididos principalmente en familias o naciones; cada nación incluía varios grupos locales, liderados por un jefe hereditario (ha’wiih) y cada grupo vivía de los recursos existentes dentro de sus territorios (ha’houlthee). Los grupos de cazadores se desplazaban en grandes canoas con frecuencia, estableciendo campamentos temporales que les permitían aprovechar al máximo los recursos de cada estación. Utilizaban la madera del cedro rojo para construir canoas y casas, y las raíces y la corteza para fabricar sombreros, alfombrillas, cuerdas, etc. Su sociedad estaba dividida en tres clases, nobleza, plebeyos y esclavos. Los jefes, que formaban parte de la nobleza, presidían sus respectivas comunidades y eran los responsables de tomar las decisiones políticas y económicas importantes para su pueblo. En las familias existía una estructura jerárquica similar y los jefes de hogar eran también los encargados de la protección y el bienestar de los miembros de su familia. Varios aspectos importantes de la historia de nuu-chah-nulth fueron sus ceremonias, como el ritual del lobo, y, por supuesto, la caza de ballenas, que, además de suponer una actividad económica, era esencial para su cultura y su espiritualidad, reflejándose en leyendas, apellidos, canciones y topónimos.

Fernando Monge, profesor de antropología e investigador del Centro de Estudios Históricos del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en su artículo titulado Mamalnie e indios en Nootka, apuntes para un escenario,[30] recoge una versión nativa de la historia, que siempre fue oral y escasamente conocida, acercándose a la perspectiva que los naturales pudieron tener del primer contacto con los exploradores hispanos. Explica el profesor Monge cómo mucho tiempo después de que Quautz, el Dios creador de los indígenas de Nutka, modelara al hombre de la mucosidad de la mujer primigenia, los ciervos vieran crecer astas sobre sus cabezas, los perros colas y las aves alas, algunos nativos hesquiat contemplaron con horror cómo una corpulenta máquina iba acercándose poco a poco a su costa. Se trataba de una extraña casa flotante con postes y cuerdas de las que parecían pender calaveras humanas. Los ancianos pensaron que manejaban el artefacto cadáveres humanos compuestos únicamente de huesos. Solamente los más valientes no se escondieron y se atrevieron a acercarse en sus canoas a aquella impresionante mole. Aunque, según fuentes españolas, no llegaron a subir a bordo, parece que recibieron algunos regalos de aquellos seres blancos que pronto comenzarían a frecuentar sus casas. Los llamaron mamalni, que en su lengua significa aquellos que viven en casas flotantes. Aquella casa flotante no era, seguramente, sino la fragata Santiago que, en 1774, al mando de Juan Pérez Hernández avistaba la entrada de Nutka, y las calaveras colgadas que los indígenas creyeron ver eran las vigotas o poleas de la arboladura y el velamen del buque.

CONCLUYE LA EXPEDICIÓN DE HERNÁNDEZ

Allí estuvieron los expedicionarios hasta el día 9 de agosto, intercambiando con los nativos, hasta que como a las seis de la mañana, estando ya la lancha en el agua, se levantó un viento del oeste que les echaba sobre la tierra y les obligó a levar ancla para ponerse a la vela y salir del peligro, pero al anochecer el mucho viento y la marejada los llevaba sobre la costa por lo que tuvieron que cortar el cable y perder el ancla. Fue este encuentro con los nativos en el fondeadero al que bautizaron como la Rada de San Lorenzo (Rada de Nutka en la actual isla de Vancouver, lugar que cuatro años más tarde Cook llamaría King George’s Sound), y que, según dijo el capitán, está en 49 grados y 30 minutos de latitud norte. A unos cerros que están al noroeste de la Rada les llamaron los cerros de Santa Clara, y a la punta que está al sudeste se le puso el nombre de San Esteban. Continuaron los hombres de Pérez Hernández su viaje y su derrota y el día 11, que pudieron tomar el sol, se encontraban en 48 grados y 9 minutos de latitud, y observaron un cerro nevado al que llamaron el cerro de Santa Rosalía (es muy posible que estuvieran frente al Mount Rainer, cercano a Portland, cuya altura de 4.932 metros sobre el nivel del mar hace que sus cumbres suelan estar nevadas, y cuya posición de 47 grados se aproxima a la que fijó la expedición de Pérez Hernández).

Durante los dos días siguientes no se pudo observar el sol. El día 13 ya pudieron hacer ciertas mediciones los pilotos en 43 grados y 8 minutos de latitud, aunque parece ser que no quedaron del todo satisfechos de esa observación. Fue el día 14, con buen tiempo, cuando consiguieron hacer una mejor observación y se encontraron en 44 grados y 35 minutos. Según recogió el religioso Tomás de la Peña en su Diario:

“tiene esta tierra mucha arboleda, que a la vista parece piñería, no solo en la cumbre sino en la falda de los cerros. En la playa se miran algunas mesas sin arboleda con mucho zacate y varias barrancas blancas tajadas a la mar. También se ven algunas cañadas o abras, que corren N.E. a S.O., y en toda la tierra que este día vimos no divisamos nieve, y quanto más al S. es tierra más baja”.[31]

El día siguiente ya estaban en 42 grados y 38 minutos, y no pudieron divisar la costa por causa de la neblina y por navegar apartados de ella, aunque conjeturaba el religioso que:

“estará el cabo Blanco de San Sebastián y aquel famoso río hondable llamado de Martín Aguilar y descubierto por la fragata de su mando en la expedición del general Sebastián Vizcaíno, pues aunque dice la Historia que dicho cabo y río está en los 43 grados, según la observación que hizo el piloto de dicha fragata Antonio Flores, se debe pensar sea menor latitud como se ha hallado menor en los parajes que se ha observado con los nuevos octantes que la que en aquellos tiempos observaron con sus instrumentos”.[32]

El día 17 a mediodía se hallaban los expedicionarios en 41 grados y 27 minutos, al día siguiente en 40 grados y al otro en 39 grados y 48 minutos, y fue dos días después cuando divisaron una punta que pensaron que era el Cabo Mendocino, “y siendo así estará el dicho cabo en 40 grados con diferencia de pocos minutos”.[33] El día 26 ya estaban cerca de la punta de Reyes y puerto de San Francisco y el día 27 de agosto a las 4 de la tarde dieron fondo en el puerto de San Carlos de Monterrey.

También recogió en su Diario Crespí que durante esta navegación, cuando el capitán observó la latitud del norte de 42 grados y 38 minutos,

“atendiendo a esta observación, y lo que se refiere en el viaje del general don Sebastián Vizcaíno, conjeturamos que por aquí viene a estar el Cabo Blanco de San Sebastián, y aquel famoso río que descubrió Martín de Aguilar, porque aunque esto lo ponen aquellos antiguos diarios en la altura de 43 grados, pero como se ha observado que en los mismos parajes en que entonces se observaron se ha hallado menor latitud por los nuevos y más arreglados instrumentos, se dice creer que el Cabo Blanco y dicho río han de estar en menos altura que señalan los antiguos, y así puede ser estemos al paralelo de dicho cabo, aunque las neblinas no dan lugar a divisar la tierra”.[34]

Esta corrección quedó confirmada también por las observaciones que, según el religioso, hizo el capitán una vez que pasaron el cabo Mendocino, ya que “según sus cuentas y cómputos, que hacia el cabo Mendocino que dejamos arriba, está en la latitud de 40 grados con la diferencia de pocos minutos”.[35] De hecho Pérez Hernández anotó en su Diario de navegación que “se halla dicho cabo en altura de 40 grados y 8 minutos Norte y no en la de 41 grados y 45 minutos en que lo sitúan Cabrera, Bueno y Sebastián Vizcaíno”.[36]

Finaliza el religioso su Diario doliéndose de no haber podido lograr el principal fin de la expedición,

“llegar hasta los 60  grados y saltar a tierra y plantar en ella la Santa Cruz, quiera su Divina Majestad que este viaje sirva a lo menos para mover el estado de Nuestro Católico Monarca y el cristiano celo del Excelentísimo señor Virrey para que con la mayor luz que ahora se tendrá de estas costas y de la buena gente de que está poblada, y envíen de nuevo otra expedición”.[37]

Igualmente, Pérez Hernández en la introducción de su Diario se lamentaba de no haber podido navegar más al norte, hasta llegar a los 60 grados, debido a los malos tiempos experimentados, las enfermedades padecidas por la tripulación, la continua falta de aguada y el hecho de no tener ninguna certidumbre de puerto donde hacerla.

Tras leer los diferentes Diarios resultantes de esta expedición, tanto los escritos por los dos religiosos, como el del alférez Juan Pérez Hernández y, por último, el del segundo piloto Esteban José Martínez, el virrey Antonio María Bucareli redactó una carta a Julián de Arriaga, Secretario de Marina e Indias, dándole cuenta de todo lo sucedido durante el dicho viaje, es decir, de los contactos establecidos con los nativos, de los diecinueve grados de altura que se habían adelantado y del conocimiento adquirido en cuanto a la no existencia de establecimientos extranjeros en esos territorios. Contaba Bucareli en dicha correspondencia que:

“la costa e indios reconocidos a los cincuenta y cinco grados parecen los mismos de que hablan los rusos en sus exploraciones del año quarenta y uno, y que tal vez los destrozos de la lancha que perdieron será aquella parte de espada y bayoneta que se notó en una de las canoas que acercaron a bordo los gentiles”.[38]

Sobre los nativos con los que contactaron los hombres de la expedición de Pérez Hernández en los 49 grados comentó el virrey que “son menos infelices que los de Monterrey, pero no tienen, ni en su trato, ni en su figura, ni en su vestido, las ventajas de los antecedentes”.[39] Por su parte, Arriaga envió la documentación remitida por el virrey Bucareli al marino y cosmógrafo Vicente Foz y Funes, para que dictaminase en cuanto a las posesiones rusas, ya que este había tenido la oportunidad de leer sobre todos los viajes que los rusos habían hecho en América, y particularmente sobre el de Tchirikov de 1741, en que se llegó a descubrir tierra por los 55 grados 36 minutos de latitud y 218 de longitud. Tras estudiar toda la documentación estableció Foz y Funes que:

“don Juan Pérez llegó a descubrir por los 55 grados 40 minutos y longitud del mismo meridiano de París 221½ de donde se ve que habiendo llegado ambos a la misma latitud no diferencian en la longitud más que 3 grados y medio, que en aquella altura equivalen a 40 leguas, cuyo error no es sensible en qualesquiera navegación y mucho menos en esta en que los contratiempos, chubascos y falta de observación debían inducirles en mayor error, por lo que no puede quedar ninguna duda de que los dos aterraron a un mismo paraje, confirmándolo también la media bayoneta y pedazo de espada que vieron a los indios, que serían sin duda de los diez hombres que se perdieron con la lancha que envió a tierra Tchirikov”.[40]

Asimismo estableció el marino y cosmógrafo que:

“las posesiones rusas distan del cabo de Santa Catalina setecientas cincuenta leguas al Oeste y de la última tierra que descubrió Tchirikov ciento cincuenta leguas y que en los descubrimientos que se continúan no podrá pasarse de los 60 grados, a no ser que se encuentre algún estrecho que separe la tierra descubierta por los rusos del continente de la América”.[41]


  1. MECD, AGI, Estado 43, N.9 y N.10.
  2. Artículo que se inscribe dentro del proyecto de Investigación Construcción y Comunicación de identidades en la historia de las Relaciones Internacionales: Dimensiones culturale
  3. Artículo que se inscribe dentro del proyecto de Investigación Construcción y Comunicación de identidades en la historia de las Relaciones Internacionales: Dimensiones culturales de las relaciones entre España y los Estados Unidos, Universidad Complutense de Madrid, 2009-2011.
  4. MECD, AGI, Estado 43, N.9, imagen número 35 (folio 16 recto).
  5. MECD, AGI, Estado 43, N.9.
  6. MECD, AGI, Estado 43, N.10.
  7. Ibídem.
  8. Ibídem.
  9. MECD, AGI, Estado 38A, N.3.
  10. Ibídem.
  11. MECD, AGI, Estado 38A, N.3, imagen 97 (folio 40 recto).
  12. Ibídem.
  13. Sanchéz Montañés, Ob. cit.
  14. Museo de América de Madrid, Patito, Amuleto Haida, número de inventario 13.042.
  15. Brown, Steven C. Native Visions: Evolution in Northwest Coast Art from the Eighteenth through the Twentieth Century. The Seattle Art Museum and the University of Washington Press, Seattle, WA & London, UK, 1998.
  16. MECD, AGI, Estado 38A, N.3.
  17. MECD, AGI, Estado 43, N.9, imagen número 35 (folio 16 recto). Museo de América, Inventario 13042. https://bit.ly/3jRQ7Um
  18. Sánchez Montañés, Ob. cit.
  19. MECD, AGI, Estado 43, N.9.
  20. Ibídem.
  21. Ibídem.
  22. Ibídem.
  23. Ibídem.
  24. MECD, AGI, Estado 43, N.10.
  25. Ibídem.
  26. Ibídem.
  27. MECD, AGI, Estado 38A, N.3.
  28. Ibídem.
  29. Sánchez Montañés, Ob. cit.
  30. Monge, Fernando. Mamalnie e indios en Nootka, apuntes para un escenario, en Revista de Indias, vol. LIX, num. 216, Instituto de Historia, CSIC, Madrid, 1999.
  31. MECD, AGI, Estado 43, N.9.
  32. Ibídem.
  33. Ibídem.
  34. MECD, AGI, Estado 43, N.10.
  35. Ibídem.
  36. MECD, AGI, Estado 38A, N.3.
  37. MECD, AGI, Estado 43, N.10.
  38. MECD, AGI, Estado 20, N.1 y N.10.
  39. Ibídem.
  40. Ibídem.
  41. Ibídem.

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Los orígenes hispanos de Oregón Copyright © 2022 por Olga Gutiérrez Rodríguez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional, excepto cuando se especifiquen otros términos.

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