Introducción
Muchos historiadores, investigadores, estudiosos y personas interesadas en el pasado del continente americano comparten su descontento por la manera en la que comúnmente se narra la historia del mundo hispano en el llamado Nuevo Mundo. Como apunta María Elvira Roca Barea,[1] quizá la razón más poderosa por la que se condena sin más la colonización hispana de América sea que a los herederos de los mayores responsables de la desaparición de la población nativa, los llamados anglos o estadounidenses “blancos”, les ha interesado ocultar lo más posible su participación en esta tragedia. En cualquier caso, esta visión sesgada de la presencia hispana en el continente da lugar a una polémica que está muy alejada de la realidad y que perjudica, sobre todo, a los hispanos o latinos, ya que estos no se dan por aludidos en la extendida crítica o la generalizada censura de su pasado, y eso, como bien nos recuerda la profesora Roca Barea, forma parte de una erosión cultural constante que les deja en una posición de aculturación y debilidad.
Como parte de una nueva historiografía que busca una visión más completa de la conquista y colonización del continente americano, este estudio aporta información sobre la presencia de los hispanos en las costas al poniente del septentrión y las huellas que dejaron en dichos territorios. Para ello, tenemos que empezar contando que la incorporación territorial de la zona oeste de los Estados Unidos, así como de Canadá y Alaska, a la Monarquía hispánica se desarrolló fundamentalmente durante las últimas décadas del siglo XVIII, ya que los viajes realizados en los siglos anteriores habían sido básicamente de descubrimiento y exploración, y es que prácticamente hasta principios de dicho siglo aún se pensaba que la península de California era una isla desde la que nacía el mítico Estrecho de Anián o Paso del Noroeste, a través del cual se podría navegar hasta Asia. Así, la costa del Pacífico septentrional constituyó una incógnita hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando los hispanos, con sus exploraciones por el litoral desde puertos mexicanos hasta Alaska, entraron en contacto con civilizaciones indígenas hasta entonces desconocidas por los europeos, promovieron la creación de las primeras ciudades en Norteamérica y comenzaron a cartografiar todas aquellas tierras. El origen de todo ello lo encontramos no en la necesidad o búsqueda por parte de la Monarquía hispánica de explotar todo ese vasto territorio, en cuanto a sus recursos y a sus pobladores, sino más bien en la presencia de los británicos en la costa del Pacífico y en la expansión rusa desde Siberia hacia la América septentrional, alegando estos últimos que ellos tenían más derechos que cualquier otra potencia en cuanto a la posesión de aquellas tierras, ya que antiguamente habían sido pobladas por habitantes de Siberia. Como el mismo virrey de la Nueva España, Antonio María de Bucareli y Ursúa, comentó a raíz del conocimiento de la presencia de los rusos en el continente americano, en carta fechada en diciembre de 1773:
“Juzgo que cualquier establecimiento de los Rusos en el continente o de cualesquiera otra potencia extranjera debe precaverse, no porque al Rey le haga falta extensión de terreno, cuando tiene en sus dominios conocidos mucho más de lo que se puede poblar en siglos, sino es por evitar las consecuencias que atraería el tener otros vecinos que los indios”.[2]
Y es que como bien dijo Simón Bolívar: “por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza”, o parafraseando al político y escritor José Martí: “ser cultos es el único modo de ser libres”.[3]
- Roca Barea, María Elvira. Imperiofobia y leyenda negra, Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, edit. Siruela, Madrid, 2016. ↵
- MECD, AGI, Estado 20, N.1. ↵
- Discurso pronunciado por Bolívar ante el Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819, y afirmación hecha por Martí en su trabajo Maestros Ambulantes en La América, mayo de 1884. ↵